“Bienaventurados los que dan sin recordar y los que reciben sin olvidar”.
Teresa de Calcuta
(1910-1997)
Cuando visitó la capital del departamento colombiano de Norte de Santander, la madre Teresa de Calcuta ya era toda una celebridad mundial del altruismo y la vida religiosa y misionera. Incluso, ya había recibido el premio Nobel de Paz. Pero no tuvo un recibimiento multitudinario. Ni honores, ni mayores protocolos ni nada parecido.
La monjita, que este domingo será elevada a los altares, estuvo dos veces en Cúcuta y pasó casi que inadvertida no solo en esa ciudad, sino en todo el país. Y sucedió así porque ella lo pidió.
“Hay que cuidarse del orgullo, porque el orgullo envilece cualquier cosa”, decía la religiosa, a quien la Iglesia católica convertirá en santa 19 años después de su muerte, en una ceremonia que se augura multitudinaria en la plaza de San Pedro del Vaticano, a cargo del papa Francisco.
Pocos registros existen sobre el paso de la madre Teresa por la capital nortesantandereana. El padre Carlos Alberto Escalante, director del periódico La verdad, de la Diócesis de Cúcuta, se ha encargado de investigar y documentar las huellas de la santa en la ciudad, donde la veneran hace muchos años.
La primera visita de la religiosa, de origen albanés y naturalizada en India –donde gestó gran parte de su obra en la ciudad de Calcuta–, ocurrió el 27 de mayo de 1981.
El entonces obispo de Cúcuta, un monseñor llamado Pedro Rubiano Sáenz –quien años más tarde se convertiría en arzobispo de Bogotá y excelentísimo cardenal de Colombia–, la invitó a que fundara una casa para ayudar a los más pobres.
Ella aceptó y así llegó con su obra al marginado barrio San Luis. Allí montó una casa pequeña y precaria que empezó a ser atendida por un grupo de monjas extranjeras –de Asia y África– de la comunidad Misioneras de la Caridad, de la cual ella fue la fundadora. Eran seis y no hablaban nada de español.
Más tarde –sigue el padre Escalante– se trasladaron al barrio Aniversario. Allí montaron una casa más grande, donde les dan techo y comida a 200 abuelos sin hogar, y un comedor donde les dan almuerzo a otras 200 personas, muchas de ellas habitantes de la calle.
Una estatua de la santa, casi a escala real, da la bienvenida a la sede.
Allí, una madre Teresa de yeso, madera y fibra de vidrio aparece con las manos pegadas al pecho en señal de oración, con la mirada hacia el suelo, con un rosario larguísimo que le llega casi a los pies, y revestida con ese hábito blanco con franjas y bordes azules; el mismo con el que se hizo célebre, con el que recibió el Nobel de Paz en 1979 y con el que apareció en la portada de la revista Time como una de las personalidades más influyentes del mundo en la historia contemporánea. Hoy, en Cúcuta son cinco las monjas que, antes de ser monjas, son misioneras convencidas de que la palabra de Dios entra más fácil cuando no hay hambre.
“El amor de las madres por los pobres es inmensamente grande. Y uno casi ni entiende cómo lo hacen”, dice el padre Escalante. Y explica que por esa obra social les tienen mucha admiración y gratitud a las monjitas y una profunda devoción a su santa fundadora.
Porque además de la casa hay una parroquia que lleva su nombre en el barrio Siglo 21, uno de los más marginados de la ciudad.
Por eso –añade–, la canonización será todo un acontecimiento en la capital de Norte de Santander. En la parroquia transmitirán la jornada por televisión, y harán una cobertura especial a través de la emisora de la Diócesis y vía Facebook.
De la segunda estadía de la santa en Cúcuta solo se sabe que fue en 1986. Otro sacerdote, el bogotano Gregorio León, fue protagonista de la nueva visita –sin mayores aspavientos, como la primera– porque –según él– a la madre Teresa no le gustaba la propaganda.
Aunque para él fue un suceso extraordinario que le marcó la vida. “Cuando la vi, supe que estaba al frente de una santa”.
‘Frente a una santa’
La madre Teresa de Calcuta le hizo una estricta solicitud a la Diócesis de Cúcuta a la hora de instalar su primer hogar: al menos una vez a la semana, un sacerdote debía visitar a las misioneras, darles misa y asistirlas en el sagrado sacramento de la confesión. Pero ese sacerdote debía hablar inglés. Ninguna de las religiosas era colombiana ni hispanohablante.
Fue entonces cuando le delegaron esa misión al padre Gregorio León, quien era el rector y fundador del Seminario Mayor San José de Cúcuta y había aprendido ese idioma en sus épocas de estudiante en Inglaterra.
Y así se convirtió en el capellán de las Teresitas de Calcuta, como conocen a las discípulas de la santa, durante siete años. Así que para la segunda visita, en 1986, él tendría un papel importante.
Fue un miércoles. La fecha no la tiene clara. Solo sabe que era un miércoles. Cuando entró a la capilla –que él recuerda sencilla, solo con unos pocos asientos para los selectos visitantes, que eran los patrocinadores de la obra–, vio a todas las hermanas de rodillas sobre una estera. Y adelante, a una especial: una tal Teresa de Calcuta.
“Esa imagen es imborrable. Porque la madre parecía una hormiguita, ahí acurrucada, como ausente de este mundo”, dice el padre. Y no puede hablar más por unos segundos.
Esos recuerdos –hoy a sus 83 años, gozando del buen retiro en Bogotá– vienen acompañados de lágrimas, de un nudo en la garganta.
“Estaba totalmente en éxtasis. Anonadada, como desaparecida. Se veía más chiquita de lo que era”, continúa el padre al evocar su experiencia con la madre Teresa, que realmente no se llamaba Teresa –su nombre era Agnes Gonxha Bojaxhiu– y cuya estatura alcanzaba apenas metro y medio.
La santa –al igual que otras santas como la española Teresa de Ávila o la colombiana Laura Montoya, de Jericó–, según biografías y testimonios de quienes la conocieron, tenía experiencias místicas con Cristo.
Luego –retoma el padre Gregorio– la madre se incorporó y él dio inicio a la misa. Terminada la liturgia, ella se acercó, le dio las gracias, le apretó las manos y se fue.
Al día siguiente hubo un segundo encuentro. Teresa visitó el seminario donde él era rector y les habló durante 15 minutos a 34 seminaristas, que la rodearon en un círculo. Y les dijo, entre otras cosas:
“El sacerdocio y el servicio a Dios exigen sacrificio y oración. Y si no están dispuestos, hagan la maleta y váyanse para la casa”.
El padre Gregorio tuvo un tercer encuentro con la madre Teresa, esta vez en Roma, en la ceremonia de beatificación. Fue el 19 de octubre del 2003 –seis años después de muerta–, a cargo de uno de sus más grandes amigos: el papa Juan Pablo II. Gregorio estaba de visita y, sin planearlo, coincidió con el acontecimiento.
“Sin duda, fue un gran regalo que me dio Dios”, cuenta el sacerdote, que muestra con orgullo tres fotos en las que aparece caminando a su lado, en la entrada del seminario. Las fotos son de los pocos documentos históricos de la visita de la santa a Cúcuta.
Y muestra también una estampita plastificada con la imagen de Teresa –ya viejita, muy arrugada y sonriente– con una reliquia que, al parecer, es un pedazo de tela de uno de sus vestidos. “Claro que soy muy devoto. Pero no la vivo molestando para pedirle favores”, dice el padre Gregorio.
También fue a Pereira
Mucho antes de la visita a Cúcuta, la madre Teresa ya había pisado suelo colombiano. Puntualmente, la ciudad de Pereira, a donde llegó por invitación de otro obispo que más adelante llegaría a cardenal y a un cargo muy importante en el Vaticano: el antioqueño Darío Castrillón Hoyos.
“Fue en 1978, si no me falla la memoria”, responde el cardenal desde Roma, donde goza del retiro a sus 87 años.
Castrillón, prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero en la Santa Sede entre 1998 y el 2006, y hombre cercano a Juan Pablo II, la contactó cuando era obispo de la capital de Risaralda y le pidió que le aceptara una invitación. Ella dijo que sí y él viajó hasta India, para traerla.
“Fui a Calcuta, a la casa de ella, donde recogía y ayudaba a la gente más abandonada. Me acogió muy bondadosamente”, dice el cardenal, y recuerda que el entonces presidente Julio César Turbay lo ayudó con los tiquetes y costos del viaje.
“En el avión, hasta el piloto le pidió la bendición”, sigue Castrillón. Al aterrizar en Pereira la llevó a visitar la catedral y los barrios más pobres, con la propuesta de que fundara una primera misión en Colombia. “Y fue la primera”, ostenta orgulloso el cardenal.
Pero las huellas de la nueva santa no están solo en Cúcuta y Pereira. En Colombia, según la hermana Hanna Njuguna, una keniana que lleva viviendo cinco años en el país, son 25 las misioneras. Están distribuidas en Bogotá, Cartagena, Cali, Buenaventura, Pereira y Cúcuta. Todas son extranjeras. Aunque hay colombianas en la obra, están de misión en otros países.
En Bogotá, donde está la hermana Hanna, la casa queda en el barrio La Perseverancia, donde cuidan a 40 abuelitas abandonadas por sus familias.
“Nuestra obra, como lo decía nuestra fundadora, está dedicada a los más pobres entre los pobres”, dice la religiosa, agradecida porque, pese a las necesidades, nunca les falta nada para darles techo y comida a las 40 viejitas.
–¿Y de qué viven?
–De la Divina Providencia. El señor Jesús le prometió a Teresa que nunca la abandonaría. Y ella tenía mucha confianza en Él.
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